Hola a todos, soy el administrador de este portal, y la palabra "administrador" me gusta, porque en su verdadero significado no me coloca por encima de nadie, sino que define una función específica, administrar, en este caso y con respecto a este foro, la mia. Sin embargo, no estoy solo en esto, pues estoy acompañado de un pequeño (pero suficiente) grupo de moderadores, o de administradores diria yo, pues su función no es muy distinta de la mia.
Antes que nada hablaré un poco de mí. En varias ocasiones de esta juventud que aún poseo, me encontré CONMIGO; pero no con este que soy ahora, sino con quien en verdad SOY, ese que te abarca a ti y a todo lo demás. Encontré a Dios y vi que yo era Dios que se buscaba a sí mismo…, sin embargo, tiempo después, a veces al cabo de unos minutos, otras veces tras varias horas de “aquella” bendición, volví a ser el que escribe, aunque siempre que ocurría aquello, el residuo que quedaba (el yo) no era exactamente el mismo.
Quien sabe por que razón, me convertí desde muy temprana edad en un explorador, pero no uno que explora tras “aprender” a explorar, sino uno que aprendió a explorar sencillamente explorando. Si caminaba por la calle, no dejaba que mis pies caminaran solos, yo estaba en los pies, yo estaba en la sensación de contacto de éstos con el suelo; si comía, yo era quien ingería y masticaba el alimento. Otras veces, yo estaba vigilante a la respiración, no respirando -pues como “yo” que soy, esa no es mi labor, sino observando como tal cosa sucedía sin necesitar de mí. Aún en otras ocasiones, cuando me duchaba, era testigo del agua deslizándose por este cuerpo, sentía su calor y su ininterrumpido flujo, y así, por el mero hecho de hacerlo, o quizás porque en mí naturaleza existe la necesidad de saber quien es el hacedor de las cosas que hago, exploré muchas cosas más, y sin yo esperarlo -pues como esperar lo que por no conocido no puede esperarse, comenzaron a suceder muchas cosas para las que la razón no tiene otro razonamiento que el de: “esto es irracional”.
Yo, una persona sencilla que no pertenecía a ninguna religión, que carecía de la influencia de instructor alguno, que nació en medio de una sociedad mecánica y ciega, y que no conocía de seres como Jesús y Buda más que sus nombres y esas pobres descripciones que acerca de ellos hay en boca de todos, seguí sin saberlo el luminoso sendero que más tarde descubrí que éstos predicaron.
Sin pretenderlo me convertí en un ojo sin parpado, o con uno que rara vez se cerraba. Este cuerpo dormía y descansaba, pero yo estaba ahí, casi siempre presente y siempre descansado, como una estrella que en el cielo nocturno irradia su luz independiente de la oscuridad que la rodea. Fui testigo y no juez, y al serlo uno ve lo que es y no lo que quiere ver, entonces vi muchas cosas que no esperaba ver, cosas que están ahí y que solo el que no espera ver las ve. Me hice tan diestro explorando, que termine explorando realidades intemporales, que están aquí o allá, o en ningún lugar, pero que sin embargo, son. Mi torpe verbo, producto de la mente confusa, se convirtió en claro y espontáneo en la medida que la consciencia, como la luz que es, aclaraba la oscuridad; mis ojos ganaron un brillo argentino que no es sino el reflejo de la luz del corazón libre; en mi boca se dibujaba una sonrisa que no produce un chiste ni la avidez de aparentar ser feliz, una sonrisa gratuita que no necesita de motivo para florecer. Este cuerpo dejo de ser pesado, como si se hubiera despojado de su masa, ya no caminaba, flotaba, ya no hablaba, cantaba, ya casi no quedaban dudas, aceptaba, y así, Sabía. El flujo de pensamientos había disminuido en grande medida, el cerebro parecía haberse expandido, pocas cosas habían ya por hacer, o ya había entendido que muchas no necesitaban ser hechas; el ingenio, la creatividad, la brillantez, explotaban en todas direcciones, fue entonces cuando comenzaron a llegar los momentos sublimes, aquella bendición más grande que cualquiera de la multitud de cosas grandes que me sucedieron y aún me suceden, aquellos momentos en los que yo era yo, sin necesidad de ser alguien, uno que encontraba el más gracioso de los chistes en recordar lo que antes pretendió ser su nombre, y abarcarlo, y definirlo como algo concreto.
En esos momentos no había pasado, no había futuro, solo existía el Ahora, ese flujo ininterrumpido que jamás se detiene, esa muerte y renacimiento constantes. Por más cosas que hubieran, solo existía yo; yo en forma y sustancia, todo como UNO.
Esto sucedió en muchas ocasiones; en un solo día llegó a ocurrirme hasta tres o más veces. Andaba por la calle y de pronto me invadía esa Bendición, entonces surgía la profunda certeza de que no podía morir, y más concretamente, de que mi cuerpo no podía morir entonces, así cruzaba la carretera, sin necesidad de mirar si venía algún vehículo, libre de todo temor, de toda duda.
En las madrugadas solía invadirme aquella bendición, primero comenzaba un vacío mental, el lento flujo de pensamientos terminaba deteniéndose por completo, entonces se creaba un silencio especial, ya no había nada más de lo que ser testigo, de pronto una comprensión, acompañada de una dicha que no es de este mundo me invadía, algo indescriptible; mi presencia se hacía sublime, mi presencia lo era Todo, no había más que Yo donde quiera que mirase, reía y el silencio era dicha, el silencio era denso, lleno de vida, una rareza que al parecer siempre estuvo ahí. El mañana y el ayer eran cómicos, sin la más mínima importancia; muchas veces perdía la noción de mi cuerpo como una forma concreta, el seguía allí, pero lo sentía expandido, como una gran esfera; las manos, como si pesaran menos que una pompa de jabón, las movía sin el menor de los esfuerzos, los problemas se habían esfumado, ahora estaba vivo, el Gran Espíritu mismo había descendido, yo no estaba allí, solo Él estaba, nadie más, todo era Él; el tiempo no transcurría, solo Dios estaba “allí” contemplándose a sí mismo.
Lamentablemente, transcurrido un tiempo -calculable solo por una mente, a veces minutos, otras veces horas, yo volvía, y quería aferrarme a esa bendición, pero como si fuera tímida, se esfumaba entre los dedos, y una tristeza me invadía, y ya era yo otra vez, pero ahora Sabía que aquello estaba allí, esperándome, ahora sabía cual era el camino, sabía que fue lo que trajo aquello a mí y así volvió muchas veces más. Ahora sé que de eso estoy obligado a hablaros a vosotros, para eso estoy todavía aquí, conozco el camino y como caminarlo, es un camino sin formas, es el camino del aprender sin aprender a estar aquí y ahora, del hacer lo único que puede llevarnos al No Hacer en el que el testigo se advierte a sí mismo como el UNO indivisible, y todos y cada uno de vosotros tiene el potencial y el deber de hallarlo, la libertad es vuestro legado, vuestra naturaleza.
El camino no es un camino que deba emprenderse, porque el camino ya está siendo caminado por cada uno. El final del camino es el comienzo de la libertad, y el camino termina con el Darse Cuenta. Darse cuenta significa darse cuenta del que se da cuenta. Cuando esto sucede, el camino dejo de ser tal cosa, porque el caminante y el camino dejan de ser dos cosas diferentes.
Para darse cuenta se necesita estar alerta, y para estar alerta se necesita un factor que la desate en cada uno.
Por eso, si queréis ser dueños de vosotros mismos, si queréis no sufrir cuando no sucede lo que esperabais, o cuando el otro os ofende, o cuando perdéis algo querido; si queréis estar en este mundo de un modo tan intenso que no necesitéis de cosa alguna para disfrutarlo de forma plena y auténtica, si queréis ser libres de verdad estad muy atentos, muy alertas y observadores en todo momento. Puedes caer, pero incluso al caer, recuerda estar alerta, acuerdate de ti mismo.